Probablemente, no haya discurso más estudiado en Estados Unidos, desde la escuela primaria, que el de Abraham Lincoln al defender la abolición de la esclavitud; la frase «A house divided against itself cannot stand» (una casa dividida contra sí misma no puede mantenerse en pie) se transformó en un ejemplo canónico de unidad frente a un problema que ya había generado una peligrosa polarización en las fuerzas políticas del país y que debía ser erradicada.

Es muy probable también que, siendo chilenos, alguna vez nos hayamos topado con una gran interrogante: ¿Por qué nuestro país ha estado siempre tan dividido? Múltiples ensayos sitúan el comienzo de esta división en la época de la Colonia, previo a la Independencia, cuando se comenzó a mezclar la sangre española con la indígena, dando como resultado una nueva capa social: los criollos.

Los españoles, fieles a la corona y a su ímpetu por exprimir estas tierras, se dedicaron durante décadas a oprimir a los nativos y a relegarlos a labores propias de esclavos, abusando sistemáticamente de ellos hasta casi extinguir su estirpe. Por su parte, los criollos comenzaban un largo camino hacia la independencia, como hijos legítimos de esta tierra, sin ser parte ni de un bando ni de otro, abandonados a su suerte. Fueron ellos los primeros hijos también de una tierra que recién comenzaba a ser llamada «Chile», los primeros chilenos, a quienes ya les tocaba sentir el peso de un poder lejano que, sin embargo, no estaba tan lejos como para evitar su opresión. Nunca se sintieron identificados con la España distante ni con las extrañas costumbres de los primeros habitantes del continente, que adoraban la tierra por sobre todas las cosas. ¿Acaso no persiste en todos nosotros ese sentimiento de extrañamiento respecto a nuestro propio país cuando ciertas decisiones, tomadas varios niveles por encima de nuestras cabezas, nos afectan?

¿Cuántas veces hemos intentado confiar ciegamente en la democracia para darnos de frente contra un muro que nos recuerda que, invariablemente, siempre habrá una ola que extinga el fuego de nuestros más profundos deseos cívicos? ¿Cuántas veces hemos de alzar el vuelo para darnos cuenta que una pesada cadena nos mantiene persistentemente unidos al suelo?

Existe una razón por la cual en nuestra bandera existe una estrella única y solitaria: es un símbolo de unidad de todas las fuerzas que habitan esta larga y angosta franja de tierra cada vez más intervenida, cada vez más seca, cada vez más agreste. Tal vez ya es tiempo de abrazar por última vez los dolores del pasado, de perdonar, levantar la vista y fijar nuestras energías en el futuro. Sin derechas ni izquierdas, sin cruces ni tambores, sin apruebos ni rechazos.

Si queremos guarecernos de las tempestades del futuro es necesario levantar esta casa dividida, tal vez volver a levantar sus cimientos y erigir pilares más resistentes, con grandes asas que todos podamos sostener cuando el viento sople fuerte.

Equipo editorial The Penquist

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